Sucedió en un pueblo de Alemania en la primera década del siglo pasado. Se había anunciado que en diciembre, poco antes de la Navidad, el emperador Guillermo II se detendría allí aprovechando uno de sus viajes. La excepcional visita exigía un recibimiento acorde, y tras largas horas discutiendo qué sería lo mejor, se decidió que, entre otras cosas, había que adornar la plaza principal con un majestuoso árbol de Navidad. Con este motivo, se convocó un concurso en el que cada uno de los barrios y aldeas que conformaban el pueblo participaría con un árbol de su lugar, y el premio sería ¡saludar personalmente al Káiser! Todo un honor. El momento de gloria de sus vidas. Como cabía esperar, el entusiasmo se desbordó. Mujeres y hombres, adultos y niños, dejaron aparte casi todas sus responsabilidades diarias y se pusieron manos a la obra. Había que encontrar y decorar ese árbol maravilloso que les diera la victoria y fuera el orgullo del pueblo.
Como los bosques de aquellos lugares estaban repletos de abetos del Cáucaso, había muchos candidatos hermosos, y elegir entre tantos que reunían tan sobresalientes méritos, fue la primera dificultad. La falta de acuerdo provocó que algunas aldeas no llegaran a tiempo. ¡Increíble! Pero cierto. Cuando se dieron cuenta, se lamentaron profundamente; pero ya era tarde: habían perdido su gran oportunidad por no ser capaces de superar diferencias personales cuya raíz no estaba en el abeto, sino en viejas rencillas y asuntos vecinales que se habían antepuesto al beneficio común.
Finalmente, en la línea de salida del concurso se presentaron diez abetos. Una vez allí, tendrían un día para que sus respectivos aldeanos los adornaran y, después, durante una semana estarían expuestos para que todos pudieran admirarlos y votaran a los que más les gustaran. Cada día, el menos votado quedaría eliminado; y los tres finalistas permanecerían allí hasta que el propio Káiser eligiera al ganador. Bueno… eso era lo que el alcalde y los concejales querían, porque el Emperador de todo esto no sabía nada. La idea era que cuando llegara, se le preguntaría: “Majestad: en vuestro honor hemos colocado aquí estos tres árboles de Navidad, ¿Cuál de ellos os satisface más? Y su respuesta sería definitiva.
El día de los adornos fue muy intenso. Manzanas forradas de papel pintado de diferentes colores, lazos de cintas tintadas de rojo, estrellas brillantes, luces, velas, pequeños muñecos hechos de madera, calcetines muy vistosos y sin remiendos, y paquetes envueltos con encanto que simulaban o contenían regalos fueron colocándose en las ramitas y hojas de los majestuosos abetos de unos seis metros de alto. El desbordado entusiasmo de los participantes les impulsaba a adornar cada espacio, como si se tratara de ver qué árbol tenía más adornos. Algunos abetos comenzaron a quejarse inclinándose hacia los lados y amenazando con caerse para ver si, así, sus ofuscados dueños se daban cuenta; pero… Nada. Poco después de comenzar el concurso, uno de ellos no pudo aguantar el peso y cayó desplomado. El primer eliminado. Otros sobrevivieron, pero cualquiera que los hubiera observado detenidamente, se habría fijado en que los árboles no estaban cómodos con tanto adorno que eclipsaba su belleza natural.
Curiosamente, había uno que destacaba por lo contrario. Pertenecía a la aldea menos poblada y más pobre, por lo que sus habitantes no disponían de los mismos medios que otras aldeas para adornarlo. Conscientes de sus posibilidades, centraron su esfuerzo en fabricar una estrella muy hermosa que situaron en la copa del árbol, un solo lazo de cordón estrecho justo en el centro, dos manzanas forradas de papel que habían pintado los niños, una a cada lado, y en la base tres velas junto a algunos calcetines que se asomaban desde el tronco. Una decoración demasiado austera que, la mayoría pensó, auguraba que ese árbol tendría un recorrido muy corto. Sin embargo, al terminar cada día, era otro el que quedaba eliminado. No obtenía muchos votos, pero sí los suficientes para continuar en el concurso; y así fue sobreviviendo hasta que quedaron cuatro: la última elección para saber qué árboles tendrían el privilegio de ser los finalistas que admiraría Guillermo II.
La noche anterior, el alcalde y los concejales acordaron que si los aldeanos lo consideraban conveniente, podían retocar los adornos de los cuatro abetos todavía en liza. Nada más saberlo, los dueños de tres de ellos se lanzaron a reponer los adornos que estaban algo deteriorados por la exposición al viento, el rocío y el escaso sol que les había dado, y de paso, añadieron otros nuevos para dotar al árbol de más luminosidad y colorido. Al contrario, los responsables de ese árbol tan austero, quitaron el lazo, las manzanas, los calcetines y las velas, y dejaron únicamente la estrella. Una vez más, sorprendentemente, el abeto sin adornos evitó el último puesto y ¡pasó a la final que decidiría el Káiser!
Llegó el gran día. El sol lo sabía, e hizo un esfuerzo para ausentarse de otros lugares que en esa época le agradaban más, y dar la bienvenida al Emperador en ese perdido pueblo. Allí, desde muy temprano, las calles se abarrotaron de personas sonrientes y al mismo tiempo nerviosas, engalanadas con sus mejores trajes de invierno. Los mercaderes aprovecharon para situar en las aceras sus puestos de salchichas, panes y dulces, así como retratos del emperador y banderas alemanas, al tiempo que voceaban la obligación que todo buen alemán tenía de ondear la enseña negra, blanca y roja (como era entonces) para recibir al Gran Señor. Por supuesto, el alcalde y los concejales lucían sus atuendos más solemnes, y en primera fila también se situaba un héroe de la guerra franco-prusiana, condecorado por Guillermo I, del que todo el pueblo se enorgullecía; claro está, tampoco faltaba la banda de música, que había ensayado hasta la saciedad. Sobre el mediodía, uno de los mozos entró jadeante en la plaza para anunciar de a voz en grito que la comitiva imperial se acercaba. Los aldeanos se apiñaron junto al acordonamiento de las aceras, y sus corazones se sobrecogieron. El mismo Káiser se presentaría en el pueblo en breves instantes para dignificar sus vidas sencillas y fortalecer su sentido de pertenencia a esa gran nación que él lideraba. ¡Todo estaba preparado!
El ruido de los vehículos fue aumentando, y por fin, la comitiva imperial irrumpió en la plaza entre grandes aplausos y eufóricos vítores que Guillermo II respondió saludando. Pero… ¡Oh! Los coches no se detuvieron, y tardaron poco en desaparecer por completo. El silencio más absoluto reemplazó al jolgorio. La decepción en las caras, al contagioso optimismo que estas habían reflejado. ¡Un shock tremendo! Pero de pronto… ¡Oh! El ruido que se había ido difuminando, ahora ¡regresaba! ¡Oh! De nuevo, los estruendosos aplausos y gritos enfervorizados ensordecieron la plaza. El Káiser bajó solemnemente de su coche en cuanto uno de sus ayudantes le abrió la puerta, y tras saludar con la cortesía protocolaria al alcalde, sin dilación le dio la espalda y se dirigió a dónde estaba el abeto sin los adornos. Allí, se petrificó. En silencio, que todos respetaron, permaneció inmóvil observándolo, hasta que cambió de perspectiva y continuó haciéndolo. Y así varias veces más: de un lado, del otro, más lejos, más cerca. Nadie sabía qué miraba, pero era evidente que algo le había impactado.
— ¿De quién es este abeto tan hermoso? — por fin, preguntó.
— De unos aldeanos de este lugar, majestad — contestó el alcalde — Y tenemos estos otros dos que…
Sin ni siquiera mirarlo, el Káiser le interrumpió con un gesto inequívoco de su mano derecha.
— Estos otros árboles son como los demás — señaló — Sus adornos son muy bellos, pero no dejan ver su majestuosidad. Sin embargo, este se muestra como es: su ramas, sus hojas, su color, su olor… Su grandeza se aprecia en cada reflejo del sol. ¿Por qué adornarlo artificialmente? ¿Acaso hay un adorno mejor que su propia esencia? ¿Y qué me decís de la emoción que transmite cuando en lugar de parapetarse tras todas esas manzanas, serpentinas y luces de colores, se abre al viento para fundirse con él? ¡Oh! ¡Y esa estrella! Al ser la única, destaca más: señala el camino a seguir: la naturalidad. Como el ser humano, es el abeto lo que verdaderamente importa; no, sus adornos.
— Señor, yo…
Volvió a interrumpirlo — Alcalde, os felicito por tener en este pueblo a personas tan inteligentes que han sabido ver lo que otros, pobres desgraciados que se deslumbran con las luces, los colores y otros detalles superfluos, nunca llegan a ver. Merecéis mi admiración. Y por estar cerca la Navidad, os enviaré mis regalos. Os pido que entreguéis algunos a quienes diseñaron este maravilloso árbol que tanto transmite, y que otros sean repartidos entre los demás ciudadanos, ya que deseo que recuerden este día en que un Emperador alemán detuvo su coche para admirar un sencillo y grandioso abeto.— Dicho esto, subió al coche y la comitiva partió.
Ni que decir tiene, que todos felicitaron a los aldeanos que habían propuesto ese árbol, y como agradecimiento, les ayudaron a mejorar sus casas, que eran muy pobres, y les llevaron comida para la Navidad. Una semana después, el 25 de diciembre, todas las casas del pueblo amanecieron con regalos sencillos a los que dieron un enorme valor, algo que nunca había sucedido antes. Desde su mansión del Polo Norte, Santa Claus sonrió:
— Mi querido Rudolf — dijo a su reno favorito — ¡cómo nos hemos divertido con ese disfraz del emperador! Jajaja… Tú estabas genial cómo mariscal de campo, jajaja… Ni siquiera se te notaban los cuernos, jajaja. El próximo año te toca a ti proponerme el disfraz…
Se dice, aunque esto es solo una leyenda, que desde entonces, Papa Noel a menudo se presenta disfrazado para lograr un mayor impacto de sus mensajes de Navidad. ¿Te has dado cuenta ya?
¡Felices fiestas! Y un año 2015 en el que la superficialidad no eclipse lo que verdaderamente importa.